Cada vez se estrenan antes las películas de Woody Allen, tal vez en un imposible anhelo espacio-temporal de alcanzarse entre sí, replegar su propio universo judío y, de una vez por todas, formar un todo orgánico en eterna expansión y lograr la eternidad cósmica con su intrínseca fuerza gravitacional (uf, echemos el freno si no queremos parecernos a Mtnez., el flamante columnista-onanista petunio de «El Mundo»). La cosa es que, aún en agosto, ya tenemos la última postal romántica y sencillita del abuelete que decició casarse con su hija hace unos cuantos años: «Café Society», una historia mínima en tonos pastel y con ciertos ecos a «El apartamento» (pobre diablo enamorado de una secretaria a la que se tira su jefe mientras la camela con un divorcio dilatado) enmarcada en un período efervescente como pocos: el Hollywood dorado de los años 30. Seguramente esa localización, y la dirección artística majestuosa que conlleva, sea lo mejor de una comedia agridulce sobre los caprichos, tontunas, azares e injusticias a doble velocidad del amor que Allen despacha con la mecánica celeste de quien se auto-obliga a estrenar una cinta al año por lo civil o lo criminal (si esta historia hubiese caído en manos de Edgar Neville, por no mentar a torres más altas…). Pero ha caído en las del autor de «Hannah y sus hermanas», que al menos sube el listón subterráneo del que hizo gala en sus dos últimos estrenos, aunque no llega al nivel de «Blue Jasmine», principalmente por la presencia de una actriz tan limitadita como Kristen Stewart, y eso que la chica le pone ganas y ojeras -casi echamos de menos al personaje de la prostituta a lo «Poderosa Afrodita» que inexplicablemente desaparece al primer plumazo-. Algo mejor resulta el trabajo de Jesse Eisenberg como el enésimo alter ego del propio Woody (digamos que está en el «top 10») y, sobre todo, de un Steve Carell que se muestra como pez en el agua en tan florido estanque astracanado. Por supuesto, no faltan los tópicos alrededor de la familia judía (buen gag sobre el condenado a muerte que se pasa al cristianismo sobre la bocina) y la nostalgia de una Gran Manzana que ya empezaba a pudrirse a la misma velocidad que el «séptimo arte» (también ojo a un par de dardos sobre la industria, sus guionistas vendimiadores y sus lobas con pieles de armiño). En fin, un trabajo agradable, aunque tal adjetivo sepa a poco, o incluso sepa a cuerno quemado, si nos referimos a uno de los cineastas más importantes de los últimos 40 años.
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